Traducción:
María García
Woody
Allen
(Del
libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura)
A
continuación presentamos fragmentos de conversaciones extraídas de un libro de
próxima publicación: Conversaciones con Helmholtz.
El
doctor Helmholtz, que ahora tiene casi noventa años de edad, fue contemporáneo
de Freud, un pionero del psicoanálisis y el fundador de la escuela de
psicología que lleva su nombre. Quizá su mayor fama se deba a sus
investigaciones sobre el comportamiento humano en las que probó que la muerte
es una característica congénita.
Helmholtz
vive en una residencia de campo en Lausanne, Suiza, con su criado, Hrolf, y su
perro danés, Rholf . Pasa la mayor parte del tiempo escribiendo; en este
momento, está revisando su autobiografía con el propósito de incluirse en la
misma. Estas “conversaciones” fueron mantenidas durante un período de varios
meses entre Helmholtz y su estudiante y discípulo, Fears Hoffnung, a quien
Helmholtz detesta en grado sumo, pero a quien tolera porque siempre le lleva
turrones. Estas conversaciones abarcan varios temas que van desde la
psicopatología a la religión, de la que Helmholtz no parece haber podido aun
obtener una tarjeta de crédito. “El Maestro”, como lo llama Hoffnung, emerge de
estas páginas como un ser humano acogedor y perceptivo que sostiene que
prescindiría muy a gusto de todos los logros de su vida si sólo pudiera sacarse
de encima la erupción cutánea que padece.
1
de abril
Llegué
a la casa de Helmholtz a las once en punto, y la empleada me comunicó que el
doctor estaba en su dormitorio horadando . En el estado febril en que me
encontraba, creí que la empleada había dicho que el doctor estaba en su
habitación orando . Pero pronto todo se confirmó, y Helmholtz estaba horadando
frutos secos. Tenía grandes puñados de frutos secos en cada mano y los apilaba
al azar. Cuando le pregunté qué estaba haciendo, me dijo:
-¡Ajj...,
si todo el mundo horadara frutos secos!
La
respuesta me sorprendió, pero pensé que era mejor no insistir. Cuando se
acomodó en su sillón de cuero, le pregunté sobre el período heroico del
psicoanálisis.
-Cuando
conocí a Freud por primera vez, yo ya estaba dedicado al estudio de mis propias
teorías. Freud estaba en una panadería. Quiero decir que intentaba comprar
schnekens , pero no podía. Freud, como usted sabe, no podía pronunciar la
palabra schneken porque le producía una tremenda vergüenza. “Quisiera unos
pasteles, de esos”, decía señalándolos. El panadero respondía: “¿Quiere decir
estos schnekens , Herr profesor?”. Cuando eso sucedía, Freud se ponía colorado
y se alejaba murmurando: “Hem, no... nada..., no tiene importancia”. Compré los
pasteles sin el menor esfuerzo y se los llevé como regalo a Freud. Nos hicimos
buenos amigos. Desde entonces, he pensado que cierta gente se avergüenza de
decir ciertas palabras. ¿Hay alguna palabra
que
le avergüence a usted?
Le
expliqué al doctor Helmholtz que no podía decir “langos-tomate” (un tomate
relleno de langosta) en un restaurante donde este plato era la especialidad.
Helmholtz encontró que esa palabra era lo suficientemente imbécil como para
romperle la cara al hombre que la había inventado.
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